viernes, 22 de junio de 2012


Ser una mejor persona

¿Cuántas veces habré oído esta frase?


La pregunta del millón es ¿qué significa realmente ser una mejor persona?


La verdad, creo que soy lo que soy. No puedo ser nada más que eso... y aquí viene la parte que considero más interesante.


Me veo a mí mismo como una especie de mecano, o de Lego. Un conjunto de lo que los ingenieros llaman bloques de construcción. Tengo mis bloques y a veces adquiero algunos bloques nuevos. Unos bloques me gustan, otros no me gustan. Unos bloques me provocan un cierto placer narcisista y otros me llenan de culpa.


Si comparo lo que soy –ese conjunto de bloques de construcción- con lo que tengo en el departamento.... veo que no es mucha la diferencia. Hay muebles y adornos o cuadros que me gustan y me producen placer, y hay otros que, en cambio, me desagradan, sin embargo, el conjunto en general es el que me permite ser feliz en el lugar en que vivo. No es un sillón en particular, así sea de Herman Miller, ni un adorno específico, así sea horrible y me lo haya regalado la tía Pancha, esa, la naca de mal gusto que nunca falta a la hora de recibir regalos...


Pasa lo mismo conmigo. Tengo mis súper sillones, podría ser que yo sea generoso, o que sea sagaz, o buen negociante, o un excelente deportista, o un erudito, o cualquier cosa que me haga sentir muy bien o muy orgulloso. Al lado de esto, tengo mis regalos-de-tía-pancha... puedo ser rencoroso, inseguro, avaro, o cualquier otra cosa que me cause ese sentimiento de culpa que me hace sentir mal y que no me permite ser realmente feliz por andar pensado en que debería ser diferente.


Aquí comienza lo que llamo el síndrome del soymalo, que a veces viene con síntomas tales como el sifuera, el tendríaqueser y algunos proquéseréasís, que comienzan a ocupar mi tiempo y mis pensamientos y me impiden disfrutar tranquilo y feliz de mi sillón favorito (ese que sí me encanta).


En este punto cualquiera diría que el asunto es fácil, se trata de tirar todos los regalos de tía Pancha y los lindos adornos que la muchacha rompió alguna vez y que como buena idiota con iniciativa decidió pegar con cualquier porquería que encontró en algún cajón, prácticamente destruyéndolos y dejándolos inservibles para mis fines: disfrutarlos y recordar los buenos momentos cuando los recibí o los compré luego de mucho codiciarlos. Es una idea, pero... creo que el departamento ya no sería lo mismo sin ellos, descontando el hecho de lo triste que se pondrá la tía cuando venga de visita y clave los ojos en el sitio donde acostumbraba a estar ese “hermoso” jarrón verde con musa desnuda en bajorrelieve rosa.


Volviendo a lo que tengo, si no soy tan rencoroso como siempre, o si no soy tan explosivo, o si no soy tan agresivo, o si no tengo mis odios tan arraigados... pues simplemente dejo de ser yo. Sí, claro, podrán verme “mejor” los demás, pero no me estarán viendo a mí, estarán viendo un remedo (y bastante malo, por cierto) de quien realmente soy.


Aquí entra entonces una pregunta: ¿Para qué carajos quiero ser una mejor persona? Para “darle gusto” a mi prima; para hacer feliz a mi esposa; para darle buen ejemplo a mis hijos, o para ser feliz yo.


Si la respuesta fue alguna de las primeras.... búscate un terapeuta, la codependencia es tratable, créeme (conozco una excelente).


Si la respuesta es la última, ¡vas por buen camino!


Ya vimos que ser mejor persona no es un asunto de tomar todo lo que a otros no les gusta y eliminarlo. En mi opinión, soy mejor persona si reconozco mis regalos de Tía Pancha y aprendo a vivir con ellos, si soy capaz de ponerlos en alguna mesa en el depa y no necesito vomitar cada vez que los vea, si puedo llegar incluso a combinarlos de tal forma con otras cosas que llegue a decir algún día que realmente no se ven mal. En suma, es un asunto, en principio, de auto-aceptación. Esto que hay del borde superior de la piel hacia adentro, soy yo. Y cuando hablo de adentro, hablo de lo que soy físicamente, de lo que siento y de lo que pienso. Si detesto a alguna pinche gorda loca.... pues la detesto, tengo mis razones para hacerlo, no voy a ser mejor persona si mañana la visito y la agarro a besos, para salir de allá sintiendo náuseas. Si acepto que la detesto, si me evito las náuseas, si conscientemente voy al fondo de lo que siento y veo sus bases y puedo ponerlo en alguna mesita en la que quede bien, sin estorbarme ni incomodarme... ¡ese odio se vale! Y lo más importante de todo... ¡es mío! De alguna manera me define, ese soy yo, no el nuevo yo que debo ser para ser mejor persona según mis amigos, mi familia o mi pareja. Yo soy yo. Y me tengo que gustar a mí mismo. Si alguien está conmigo entonces, será porque le gusta lo que soy, no porque le di gusto siendo lo que no soy.
La auto-aceptación es el primer paso... Pretender cambiar algo que no me gusta, es luchar contra mí mismo, y mi mí mismo es generalmente más fuerte que yo, eso hace que sea una pelea perdida. Tengo que cambiar la forma en la que me veo para que lo que veo en mí cambie. No es un trabajo fácil. Me tomó año y medio de terapia solo llegar a darme cuenta de algunos de mis regalitos de la tía Pancha... Desde entonces, les he estado buscando un lugarcito donde no estorben, ya tengo algunos más o menos ubicados... lo que me queda de vida me dará tiempo para ubicar algunos más y en la medida que lo vaya haciendo, voy a ser una mejor persona. Una mejor persona para mí, claro. Eso es lo importante, al menos, es lo que creo.

miércoles, 20 de junio de 2012

Un amor inesperado


UPS... ¡ME ENAMORÉ!



Cuando me casé, hace ya casi 5 años, me comprometí a ser fiel...


Eso es algo que se da por sentado, uno se casa solo con una persona, al menos así pasa en la mayoría de las legislaciones modernas. Cuando uno se casa se compromete con UNA sola persona. En general es así. En mi caso, pensé que sería igual, que tendría solo un amor en mi vida. Así fue al principio... luego llegué a México y bueno... digamos que hoy, luego de casi 5 años puedo decir que casi lo logro. Que estuve a punto de lograrlo. Si no hubiera sido por México, lo habría logrado, pero me encontré primero con una ciudad como el DF y más tarde con todo un país como México y por mucho que me esforcé para continuar siendo fiel... terminé sucumbiendo a sus encantos, a su diversidad, a sus paisajes, a su clima, a su comida y, especialmente, a su gente.


Sí, soy infiel. Sí, no logré permanecer enamorado solo de la persona con quien me casé. México me lo impidió. Como una buena amante, se fue metiendo, despacio y a escondidas al principio y profundamente más adelante hasta embrujarme. Hoy, creo que ni siquiera una limpia de aquellas de Catemaco, o de las de silla de madera en el zócalo capitalino podría sacarme a México de mis quereres.


Muchos millones de personas viven en el DF... Ese es el encanto, el metro repleto, apestoso, pero diverso y con un cierto encanto incomprensible, pero encanto al fin. Los congestionamientos, si, echamos m... mientras estamos en ellos, pero... el DF no sería igual, ni tendría el mismo sabor si no existieran. Y qué decir de su gente. Gente amable, afectuosa, que muestra lo que siente por uno. Franca, abierta a lo que seas y capaz de aceptarte sin importar cuán diferente puedas ser. Sentirme incluido en esta ciudad no fue problema.


Caminar por Coyoacán, ver cómo la historia se revela en cada esquina, sentir cómo cada balcón o cada ventana te transporta a otras épocas, ver cómo cada esquina podría ser en sí misma un museo, como dice el comercial... no tiene precio.


El centro, el zócalo – sí, lleno de huelguistas, o de ambulantes, o de aspirantes a chamanes con cierta mezcla de médicos brujos ofreciendo su magia por una monedas – las banderas monumentales, de esas que solo en México son tan grandes, las increíbles mezclas entre religión, magia e historia de una catedral asentada sobre una pirámide donde se conjugan Tlaloc, Huitzilopotchli y otros con nombres aún más impronunciables para alguien que no haya nacido a la sombra del Popocatepetl o que no haya ido a comer elotes a Tlacoquemecatl, con Jesús, la Virgen de Guadalupe y santos como Juan Diego; Plaza Mayor, desenterrada por azar; cafecitos que invitan a revivir eventos como el balazo de Pancho Villa, que aún hoy está intacto en el techo de la Ópera... Todo esto enamora. No me culpen a mí. Yo tan solo caminé por ahí, yo solo visité el Samborns de los azulejos, solo miré la ciudad desde la Latino tratando de vencer mi miedo a las alturas, yo solo fui a Bellas Artes a maravillarme con el Ballet Folclórico de México, yo solo caminé por Reforma, a tiro de piedra de la plaza, pero a siglos de distancia en cuanto a arquitectura y modernidad.


El periférico, con sus trayectos a vuelta de rueda que para los “chilangos” son un motivo para “echar madres”, pero que para mí son una oportunidad para maravillarme con la vista que puede tenerse en una calle colgada en el quinto piso, que muestra en muchos lugares la inmensidad de una ciudad que no tiene fin, que se pierde en la distancia y que me recuerda que soy muy pequeño, pero que tengo la suerte de ser parte de este DF.


Los amigos, que por esa inmensidad a veces se mantienen lejos, pero que cuando uno los ve, sabe que siempre han estado cerca. Un saludo en México es todo un rito. Para alguien que como yo no estaba acostumbrado, era algo incomprensible... un apretón de manos, un abrazo y, como si hubiera hecho falta algo de contacto, ¡otro apretón de manos! Eso es algo que lo acerca a uno a la gente, es algo que te dice que el otro no tiene nada escondido, eso habla de la franqueza, de la apertura y de la receptividad del mexicano.


Por todo esto... no me culpen por ser infiel, culpen a México. ¡Es México quien tiene la culpa!